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El parche con el diseño más famoso de la
escena underground de Latino America tiene sus orígenes en una vieja historia que sucedió en
1997, un verano en Uruguay.
En
el 96 Max entró a tocar en los Ácidös Pöpulares, reestructurando la banda y, gracias a su
influencia en la escena de La
Boca y su prontuario personal, comenzamos a conseguir varias
fechas y a tocar en otras ciudades.
Y así como en el
comienzo de los Clash, tras un año de toques y grabaciones decentes Mick Jones
y Joe Strummer se fueron a Jamaica en busca de inspiración y nuevos sonidos,
pues nosotros en una versión sudaca y de bajo presupuesto decidimos partir al
Uruguay a influenciarnos por el candombe y el característico sonido punk charrúa,
que bandas tales como HDP, Polución Sonora, La vergüenza de la Familia , La Sangre de Veronika, Kontra
la paré, Aliento Alkoholiko y otras venían desarrollando de manera original.
Los tipos eran
distorsionados pero con cintura, tenían la gracia de los negros y esa poesía
cordial, cómica incluso para un género que no se caracteriza precisamente por
su sentido del humor.
…Por
aquel entonces trabajaba para una organización clandestina vendiendo
decodificadores en el microcentro de la ciudad de Buenos Aires, en los
puestitos callejeros con todos los peruanos, a veces en la puerta de los
supermercados Coto y otras veces en cualquier punto del ultracontaminado barrio
céntrico.
Y a la salida de
estas jornadas, cada dos por tres Max me pasaba a buscar y salíamos en bici a
dar vueltas por la ciudad, como aves de rapiña, a esperar que los cadetes del
Coto o cualquier supermercado se descuiden un instante dejando los cajones con
los envíos repletos de mercadería en la puerta de los edificios, y entonces caíamos
al vuelo y manoteábamos cualquier comestible imperecedero y salíamos cagando.
Al cabo de dos semanas de estas labores ya habíamos
amontonado suficientes víveres para nuestro viaje a la Banda Oriental.
Chico
Lombardo, hábil percusionista de origen uruguayo, también cerraba filas en los Ácidos
Populares por aquel entonces, y tenía planeado viajar a su tierra natal en el
verano. Fue quien me facilitó una cédula suya vencida para hacerme pasar por
ciudadano uruguayo dado el caso y el momento, pues carecía del permiso legal
para salir del país. Y según las leyes vigentes no me consideraban un hombre,
ni aun teniendo ya diecinueve años bien cumplidos y vividos.
Con
que llegado el insoportable y caluroso febrero en Buenos Aires, partimos Max y
yo en un Buquebus con destino a Montevideo, íbamos con nuestras bicis y mucho
material gráfico para intercambiar con los compañeros, puesto que la verdadera razón
del viaje era asistir a un “Encuentro anarquista”, no precisamente punk, que se
iba a dar en Pinar del Norte, a las afueras de la ciudad.
Al bajar de la barcaza
hicimos como 29 kms en nuestros corceles y bien entrada la noche llegamos
finalmente al bosque del Pinar, agotados, donde nos recibieron los compañeros
del Encuentro.
Había muchos
jovenzuelos punkarras como nosotros, pero también gente grande que venía de
otro palo…
Lo sucedido en ese
congreso es tela como para escribir otro relato; de modo que finalizado aquel
hito dentro de la historia del anarquismo contemporáneo, fuimos a parar al
rancho de Juan Pablo (cantante de HDP) en las afueras de Atlántida, donde nos
dedicamos a escribir y componer las canciones cumbia-reggae que terminaron
formando parte de nuestro repertorio.
No había gas ni luz
eléctrica en el rancho, el agua de repente se cortaba y comíamos salteado y más
que nada galletitas con tecito y leche Conaprole, pero yo me sentía Joe
Strummer...
Un día nos
enteramos que “Chico” Lombardo andaba merodeando por la zona de Piriápolis y
hacia allí nos dirigimos, a su encuentro.
De los tantos años
que vivió en el Uruguay, nuestro tambor supo desempeñarse por algún tiempo como
cadete en una farmacia de Montevideo; de allí venía su contacto con personas
allegadas a la farmacología.
La noche que nos
reunimos en el exclusivo balneario, cada uno montado en su respectivo corcel,
se nos ocurrió tomar unas pastillas “sedantes para caballos”, según cómica
descripción médica manifestada por el oriental. Y más o menos a la hora, a mí
se me apagó la tele y ya no me acuerdo nada más…
II
Aparentemente, lo
que sucedió fue lo siguiente:
Después de tomar las
pastillas salimos a merodear por el balneario concheto, haciendo quilombo y mostrándonos
ante la ley.
Tan solo tengo
algunos difusos flashes de lo ocurrido, así que la construcción de mi relato se
basa en todo lo comentado por mis amigos y por los policías cuando terminamos
detenidos.
Por lo visto, sucedió
que habíamos trabado amistad con unos vagos charrúas, le prestamos una
bicicleta a uno de ellos para ir a comprar vino suelto. Este volvió al rato con
el vino pero sin la bici, jurando y perjurándonos que se la habían sacado los
policías, creyendo que la había robado, a pesar de que insistentemente les
había manifestado que el rodado pertenecía “a unos argentinos que conocí y
están de pasada”. Estábamos a punto de cagarlo a trompadas, pero hablaba con
profunda convicción y además nos dijo que debíamos ir a la comisaria a
reclamarla, que nos la devolverían. Contrario a esto, y dada la circunstancia
que nos ponía indefectiblemente en la necesidad de recuperar un rodado, nos pintó
el chorizo y de un momento a otro salimos a hurtar bicicletas. Repito que no
recuerdo absolutamente nada sobre estos hechos. Primero fue una, y luego al
rato Max y Enrico salieron a la carga nuevamente, porque yo estaba bastante pa’
tras.
Estos dos con un rollo
de papel higiénico en los bolsillos, que simulaban ser armas de fuego, lograron
arrebatarles a dos giles unas regias bicis, y cuando venían cantando victoria
subiendo por el cerrito de Piriápolis fueron interceptados por una camioneta
policial.
Yo, lejos de
cohibirme y salir arando en dirección opuesta, me fui como un zombie idiota
derecho al centro de la acción. Y ahí nomás también terminé esposado, golpeado
y subido de la cresta a la camioneta.
Nos llevaron a la comisaría.
Allí dentro inmediatamente nos propinaron una buena serie de golpes, con
bastones y manos. Eran bastante buenos los milicos para eso. Terminamos en
calzones los tres, esposados y a oscuras.
Enrico y Maxi, por
estar más tatuados, recibieron bastonazos extras porque según los milicos “es
cosa de presos y chorizos” rayarse la piel.
Yo no tenía un solo
escracho por entonces y además, clínicamente, era el más afectado por las
pastillas aunque no haya sido, curiosamente, el que más había ingerido.
Me tenían ahí, a
las piñas y bastonazos tomándome declaración frente a un oficial sentado y con
máquina de escribir, que digitaba con apenas los dos dedos índices. Pregunta el
oficial: - que día llegaron a Piriápolis? Le respondo que habíamos llegado esa
misma noche al balneario, que era sábado y teníamos ganas de joder y habíamos
tomado unas pastillas. El tipo, desencajado, me responde: - Paa, bo este
porteño desgraciado está de bobera...! Hoy es lunes, soretee! Llévenselo nomás
a los tubos, tráiganme a los otros dos...!
Pim, pum, pam, piña,
patada, bastonazo y afuera.
Pero en lugar de
entubarme me llevaron nuevamente a la sala donde estaban mis ñeris. Un lugar
grande y oscuro, tenebroso.
Allí nos hacían parar con las piernas bastante
abiertas, los brazos extendidos a los lados y obligándonos a sostener en cada
palma de la mano pesados tomos de las Páginas amarillas, o una caja de
herramientas.
Mientras recibíamos
sopapos, patadas en la paralítica y todo tipo de improperios verbales, nos prometían
que si llegábamos a dejar caer algo de nuestras manos se iban a empecinar de
veras con la tortura… Obviamente, en un momento perdimos el equilibrio y
cobramos como gato en bolsa. A Max le fue un poco peor, le apagaron un pucho
encendido en el pecho y Enrico, por ser el más tatuado, recibió una tunda más
suculenta.
Después se pusieron
a revisar nuestras escasas pertenencias: encontraron fanzines y publicaciones
anarquistas, además de unos stickers de fabricación casera que nos habían
obsequiado por ahí, que eran gráfica e ideológicamente una provocación directa
a la ley y el orden. Socarronamente nos decían: Así que “milicos putos”, “anarquía”,
“no más Estado”? Todos ustedes van a ser notificados a Interpol, no se van a
salvar así nomás de esta.
Nos metieron a cada
uno en unos calabozos llamados “buzones”, de un metro de ancho por dos de
largo, totalmente oscuros, donde finalmente pudimos dormir y descansar de tan
prolongada biaba.
Mi percepción del
tiempo aún no era clara a causa de las secuelas de la droga que, por suerte, me
hizo dormir bastante, evadiéndome de tanto suplicio.
Estando allí
entubado, tuve un sueño muy vívido: …Soñé que vagaba libremente bajo el sol de
las playas de Uruguay, que corría descalzo por la arena y mi novia, de piel
tersa y rebosante juventud y vitalidad me sonreía mientras me invitaba a
zambullirnos en el mar.
Súbitamente desperté en la oscuridad, en el frío
húmedo y la asfixiante estrechez de mi buzón.
Aislado, débil,
sediento y con una incertidumbre atroz que transformaba en un drama cada segundo
de conciencia.
Lloré como un chiquillo,
pero lo hice muy bajo, sabiendo que a cada lado de mi tumba estaban también entubados
mis compañeros.
Eventualmente, quizás
una o dos veces por día nos hacían salir de ahí para ir al baño, mear, tomar
agua y vuelta adentro.
No podíamos hablar, y apenas nos comunicábamos
con pequeños golpecitos en la pared, dando señales de vida, intentando
inyectarnos esperanza ante tan desolador panorama.
Como dije, gracias
a la secuela de las pastillas, dormí bastante, de modo que a los tres días más
decidieron sacarnos de esa tumba y llevarnos al Juzgado de Maldonado, donde se definía
nuestra suerte.
III
- Está pronto..? Está
pronto..? – decía a cada rato el milico que se encargaba de devolvernos las
pertenencias y hacer las papeletas de traslado.
La luz del sol nos
encegueció al cruzar el patio de la comisaría a horas de la mañana de ese
verano especialmente caluroso. Estábamos cagados de hambre y haciéndonos a la
idea de llegar a un llonpa, culo contra la pared y a plantarse de manos. Con
esa pinta y esos peinados..!
Nos subieron
esposados a un vehículo penitenciario y, antes de partir, un suboficial
veterano que ya peinaba las sienes plateadas me dijo en tono algo cansino: -
que Dios te bendiga, pibe…
En tres pedos
llegamos a Maldonado. De inmediato nos mandaron a una jaula del Juzgado donde había
un choro solitario, bastante macanudo, con su pelito medio teñido y con peinado
estrambólico que, según él, era para despistar a la policía y no ser tan
fácilmente reconocible con las fotografías de prontuario pasadas.
– Ahora llego a la cárcel, me ubico en el pabellón,
me pego un baño, me tomo unos mates… y voy viendo pa’ donde arranca la cosa.
Así de lo más
suelto de cuerpo lo decía.
Hizo pasar sus brazos
esposados por atrás de la espalda y piernas para así quedar con las manos
adelante, con mucha más libertad de movimiento.
Lo imitamos al
instante.
Mientras le contábamos
nuestra gracia, se empezó a trepar por una pared hasta alcanzar una pequeña
ventana, media baqueteada, intentando alguna milagrosa vía de escape o quizás
una distracción, o un gesto para impresionarnos más todavía.
De repente, desistió
del asunto y continuamos conversando plácidamente acerca del sistema judicial
uruguayo, la conmutación de penas y nuestro incierto y apasionante porvenir.
La jueza que nos
tocó habrá tenido hijos adolescentes y medio pelotudos.
Nos miró con cara
de “qué chiquilines perejiles!”.
La doña estaba
sentada detrás de un escritorio y, atrás de ella, se veían las evidencias del
delito. Las tres bicis choreadas y además las tres bicis con que habíamos
llegado a Piriápolis. Hechas un bollo.
- Como hemos
constatado que no tienen antecedentes en su país de origen, que aquí los presos
nos sobran, que arresto domiciliario seis meses dando vueltas por acá, que tres
meses atroden, que medio al pedo, que no es pa’ tanto…
- Que señora jueza
fue todo un rapto de locura e inconsciencia, que ni nunca jamás… Que ya nos
vamos yendo si le parece.
- Que tienen tres días
para irse del Uruguay los dos extranjeros. Que se salvaron. Que rajen de Piriápolis
inmediatamente y aquí quedan las evidencias del robo.
- Señora jueza, que
aquellas bicis son las choreadas pero aquellas otras son legítimamente nuestras,
que nuestro medio de locomoción, que nuestros trabajos...
- Paaa… ustedes
parece que quieren quedarse entonces! Cambiamos enseguida la causa y los meto
presos.
- No, señora Jueza!
No se diga más. Ya nos vamos, buenas tardes, muchas gracias.
Nos sacaron las
esposas, nos hicieron firmar infinidad de papeles y luego nos pusieron de
patitas en la calle. Salimos como ratas por tirante.
Cuando pisamos
nuevamente el empedrado colonial y aspiramos la fresca brisa marina que llegaba
desde la playa no la podíamos asumir… Estábamos sueltos otra vez, dando vueltas
sin un mango en los bolsillos, yirando por Punta del Este. Éramos libres!
Libres y con la
posibilidad de hacer lo que más nos plazca.
De algún modo
logramos regresar a Atlántida, y una vez en el rancho “Cholimar” nos dedicamos
a lamernos las heridas.
Una semana más
tarde, durante “Las llamadas” en el barrio de Palermo de Montevideo, entre el
retumbar de cientos de tambores de guerra y el descenso de un Olimpo completo
de descarnados en busca de cuerpos terrenales donde saciar su sed, en frenético
desbande popular, fui arrestado nuevamente por mear en la vía pública junto a
unos cuantos incontinentes más.
A los bastonazos y
esposado nuevamente, boca abajo en la parte de atrás de la camioneta policial.
Una vez en la
comisaría la bronca de Piriápolis milagrosamente no saltó, y entonces me acordé
gratamente de la Jueza.
Los vigilantes me
sacudieron, pero esta vez por jetón y retobado. Uno de ellos, al encontrar una
foto carnet de mi novia en la riñonera, se la empezó a refregar por la pija diciéndome:
- yo a ésta me la culeo, porteño maricón!
Luego me llevaron
esposado y en calzoncillos hasta la puerta del multitudinario calabozo, diciéndole
a los veinte presos que se apretujaban en esa oscura y hedionda celda: - este
porteño quiere que se lo cojan también, si hasta tiene el pelo largo y usa
caravana, boo..! Los reos se alborotaban y gritaban: -metelo adentro que lo
cojemos!
Entonces me
soltaron las esposas, me permitieron ponerme los pantalones cortos y con tres
palmazos me mandaron adentro.
Dije “buenas noches” a la multitud, me mandé
hasta el fondo y me puse contra la pared, dispuesto a defender mi honor con
sangre.
Los tipos se
peleaban entre sí, vomitaban y se resbalaban en esas mismas regurgitaciones,
prácticamente a oscuras. Alguno que otro con la cara inflada a piñas pedía refugio
a los carceleros. Comentaban entre sí la actitud que yo había tenido con los
uniformados; parece que el hecho de hacerme el cocorito me sumó un par de
porotos.
Entonces un matungo
con remera de Cerro Norte, medio capanga, se levantó de entre las sombras y me
ordenó colocarme en fila india, para que le hiciera de respaldo para su
descanso, mientras me tranquilizaba asegurándome que yo ya estaba protegido.
Veinticuatro horas
más tarde estaba nuevamente en libertad, comiendo sanguches de mortadela con
los últimos tres detenidos que habían quedado de la noche.
De nuevo en Buenos
Aires y a las pocas semanas de pasada nuestra ignominiosa gira en tierras charrúas,
Max hizo el dibujo del gurí martirizado por los policías calavera y, observando
también la frase escrita arriba del diseño, supe que había sido inspirado en
aquellos truculentos, impiadosos e inolvidables días de verano.
Cuando el único
delito, a nuestro parecer, era la deshonra de tener el secundario completo. O
no haber recibido nunca una tunda en cana; o entregarse mansamente a las
normativas morales de una sociedad enferma.
Mucho más
contradictoria que nosotros mismos.
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